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Presentación del libro conmemorativo

Ricardo Martínez. 100 años

Quiero agradecer a la Fundación Ricardo Martínez y en especial a Zarina Martínez, hija del pintor, y a Dabi Xavier, quien gestiona el archivo, la invitación a esta presentación.

No hablaré a profundidad de la pintura de Ricardo, confío en que otros lo harán, y si no es el caso, aquí tenemos el libro con magníficas reproducciones de los cuadros más importantes.

De forma muy personal celebro la aparición de este libro de Ricardo Martínez en el centenario de su nacimiento porque, a pesar de la gran diferencia de edad, tuve la fortuna de conocerlo muy de cerca desde niña y podría decir que fuimos amigos.

Este libro es un documento muy importante porque reúne muchos aspectos de la vida y de la obra del artista, y en eso es distinto a los otros libros que se han publicado sobre Ricardo Martínez.

Yo lo conocí porque mi abuelo y Ricardo Martínez fueron amigos entrañables, así como mi mamá y su hija Zarina lo son. Sin duda, era una de las personas más interesantes que asistía a los desayunos dominicales de casa de mis abuelos. Más interesante, desde el punto de vista de una niña, es decir, que despertaba más curiosidad. Lo recuerdo siempre vestido de la misma manera: con pantalones de pana gruesos color kaki, camisa azul, suéter café o verde oscuro, aunque hiciera calor.

Tenía la voz muy profunda, la mirada chispeante y una sonrisa medio socarrona, y una presencia muy tranquila pero muy contundente, que llamaba la atención de los niños. Y lo más importante y sorprendente en ese momento: platicaba con todos sin hacer distinciones de edad, y créanme que esto no era común en esa época en que el mundo infantil y el de los adultos estaba mucho más separado. Al mismo tiempo que hablaba de los temas más variados hacía dibujos en las servilletas o en papelitos; mi mamá tuvo el buen tino de conservar algunos. 

Muchas veces estuvimos mis hermanos y yo en el estudio de la calle de Etna; mientras hablaba de veladuras con mi mamá y otros adultos, nosotros, que éramos muy chicos, nos arrastrábamos en el piso para ver más de cerca las piezas arqueológicas que teníamos prohibido tocar. Todo era una tentación enorme en ese lugar: serpientes emplumadas, guerreros de cerámica, máscaras de piedra, carritos con tubos de pintura, caballetes con rueditas, libros por todos lados.

Un poquito más grandes, el interés por las piezas prehispánicas cedió ante el interés por los cuadros: las figuras y los colores mágicos que iban manifestándose en las telas enormes. Ricardo movía enormes lienzos con gran soltura, sin dejar de conversar. No recuerdo haberlo visto nunca en la acción pintar, pero en cambio sí tengo en la memoria el avance de un cuadro de una visita a otra, de entender el añadido de capas, y al mismo tiempo verlas como una aparición. El estudio estaba plagado de bocetos, con su cualidad de líneas distinguibles, con todo el oficio y la técnica a la vista, pero de pronto, cuando Ricardo jalaba para mostrarnos un cuadro terminado, ya no podía distinguirse ahí el proceso: estábamos ahí, en la luz cenital del estudio perfectamente diseñado, ante composiciones con una fuerza que te dejaban en silencio, frente a una presencia tranquila y contundente, mística.

Más adelante todavía, empezamos a involucrarnos en las conversaciones; yo decidí estudiar Letras y entonces Ricardo Martínez me habló de su amistad con Juan Rulfo –recuerdo vívidamente la ocasión en que me mostró fotos y dedicatorias–, con los Díez-Canedo, con Rubén Bonifaz Nuño, con Alí Chumacero. Me mostró algunos de los libros que había ilustrado. Sabía muchísimo de literatura y, generoso y curioso como era, estaba dispuesto a hablar de ello conmigo, una estudiante de 17 años. Durante un par de años, los primeros de mi carrera en Filosofía y Letras, mientras viví en casa de mis abuelos, tuve al menos una vez a la semana una conversación telefónica con Ricardo, que llamaba para hablar con mi abuelo, pero se interesaba en qué estaba yo leyendo en ese momento.

El paso por esa suerte de museo viviente que era su estudio y la cercanía de mi familia con la de Ricardo Martínez, jugaron un papel importantísimo en mi educación estética y estoy segura de que fue igualmente trascendente para el resto de sus amigos.

En la forma en la que condujo su carrera –discreto con la prensa y con las llamadas relaciones públicas– y su vida personal y familiar –generoso y profundo en sus amistades y cariños–, me hace pensar que no había nada veleidoso en sus elecciones.

Por estas razones personales, me es claro este libro que ahora presentamos. Cuando lo leí me recordó esa sensación de estar ante una revelación que tuve cuando de niña me llevaron al Museo de Arte Moderno a ver El brujo, o cuando apareció el Recuento de poemas de Jaime Sabines con una pintura de Ricardo en la portada, de sentir que el libro estaba envuelto en un lenguaje con el que estaba en contacto. Algo muy universal y algo muy familiar. Ricardo Martínez es nuestro, de todos los que apreciamos el arte.

Haber conocido a Ricardo Martínez en persona fue un privilegio como pocos, y este libro es una prolongación de este privilegio y una oportunidad para quienes no tuvieron esa fortuna, y para todos de aquilatar la obra de un hombre muy único. Aquí se puede leer que Ricardo Martínez es lo que se puede llamar un artista total: la congruencia entre su vida y su trabajo, la profundidad de su personalidad dual, a la vez disciplinada y rigurosa, curiosa y dialogante, que supo leer su tiempo y crear un lenguaje propio, ser un pintor mexicano y universal.

MARÍA ÁLVAREZ

PRESENTACIÓN

Rina Ortiz

Xalapa
PRESENTACIÓN

Miriam Kaiser

Casa del Conde de Súchil, Durango
PRESENTACIÓN

María Teresa Favela

FIL Palacio de Minería